Desde una perspectiva racional se hubiera esperado que el VIII Congreso del Partido Comunista de Cuba (PCC) significase un punto de inflexión en la historia contemporánea, pero resultó que los acuerdos finales están pergeñados de más de lo mismo. Raúl Castro y el resto de su generación se sienten satisfechos, e incluso se emocionaron en el acto de clausura, por haber logrado el tan caro traspaso generacional sin sobresaltos. A los efectos de la conveniencia de la nación, es lo peor que pudo pasar: ellos ganaron, pero los cubanos perdieron. Por tal motivo, hay muchas razones para permanecer entristecidos.
Algo que no podemos pasar por alto es la apatía de la población por el congreso y sus resultados, pues el cubano no se vio involucrado, no parió los acuerdos tomados, ya que los delegados no fueron elegidos en ninguna de las variantes, incluidas las amañadas, para tan importante encomienda. Por otra parte, la institución en cuestión no reúne los requisitos mínimos indispensables que se espera y necesita de un partido político: no posee democracia interna (¿quién no sabía que Miguel Díaz-Canel iba a ser elegido como la primera figura?); no participa en elecciones competitivas, de modo que no es una de las partes sino el todo; opera de modo verticalista; se desempeña en un contexto donde el socialismo se regimienta a perpetuidad (art. 4 de la Ley de Leyes), y tiene la encomienda constitucional de ser el dirigente superior de la sociedad desde una membresía de solo el 6% del total de la población. Queda reducida así su función a la de un poderosísimo brazo ejecutor de las directrices-ordenanzas del primer secretario del Comité Central.
Se ha filtrado que cada vez más los núcleos de base del partido presentan serios problemas en su funcionamiento: el formalismo e inasistencia a las reuniones; la evasión de la militancia a asumir cargos de dirección; el descontento con la alta cotización a pagar; la tensión generada en sus miembros, pues se espera de ellos ejemplo personal pero por diversas razones incursionan en la economía informal, incurren en manifestaciones de socialismo y practican corrupción deliberada; la negativa de los jóvenes comunistas a pasar a dicho partido cumplidos los 30 años, y la existencia de militantes desideologizados o discrepantes y sin valor para salirse del medio, entre otras. En los comités del ala juvenil (UJC) es muchísimo peor. Se han producido niveles de desnaturalización, sobre todo a nivel de base, de modo que los resultados de ese cónclave no siempre se parecen a las necesidades y aspiraciones de la militancia y por extensión de los cubanos.
Se abordaron los factores subjetivos y estructurales del modelo, que no propiciaron los incentivos para el trabajo, así como las serias fallas, trabas y malos resultados en el último quinquenio, y paradójicamente se le hace un encomiable reconocimiento a los comandantes Raúl Castro, Ramiro Valdés, Guillermo García y José Ramón Machado Ventura, quienes condujeron la nave socialista.
Quedó claro que triunfaron las ideas más retrogradas: siguen apostando por las destartaladas empresas estatales poco eficientes; la planificación central con una descentralización en la microeconomía y los municipios (irrealizables en el contexto cubano); no permitirán que las formas no estatales de gestión económica terminen siendo empresas privadas en regla (a modo de mantener la dominación sobre los cubanos); no legitimarán a “mercenarios”, lo cual implica que la propuesta de diálogo nacional impulsada por la Iglesia Católica fue arrojada al cesto de la basura; se instó a enfrentar de la forma más rampante a las personas con diferentes propuestas y visiones; se satanizó la otredad, en fin, una proyección talibanesca.
Fidel Castro, en contraposición al consenso tácito que existía entre todo el arco político que se reveló contra el dictador Fulgencio Batista, así como lo mejor del pensamiento político y filosófico cubano, optó por la implementación del totalitarismo comunista, nada más y nada menos que en el contexto de la Guerra Fría, y con ello sucedió lo que todos esperarían, y por supuesto él: la reacción de los Estados Unidos y la correspondiente política de “contención del comunismo”. En otras palabras, el fenecido “comandante en jefe” desencadenó la dinámica de un conflicto que llega hasta nuestros días, posiblemente para servirse del discurso nacionalista como herramienta de movilización. Lo ideal hubiera sido que este congreso puente hubiera abordado el problema desde una óptica diferente, y así allanar el camino, pero se impuso una vez más el deseo de mantener secuestrado el poder.
En este momento en el vecino país del norte viven más de 1 millón 600 mil cubanos, diez son legisladores federales (siete de la Cámara de Representante y tres del Senado), así como una diáspora relativamente exitosa en lo económico, que en las circunstancias de no poder mediar en los destinos del país que los vio nacer por vías civilistas y democráticas, utilizan lo único que tienen a su alcance: influir en el Estado para que ejerza presiones, una de las razones por la cual existen las sanciones contra la economía nacional.
La solución de la problemática cubana pasa por desmontar los bloqueos presentes: el que le tiene impuesto con mano dura el régimen cubano al pueblo y el que viene desde el exterior. La soberanía del Estado cubano pasa por la restitución de la soberanía del ciudadano, y esto último lo puede hacer la nueva hornada de “dirigentes”, para con ello comenzar una desescalada del conflicto. ¡Cuba lo necesita!
20 de abril de 2021